Voy dejando mi vida llena
de versos rotos,
de poemas que se esfuerzan por nacer
y van quedando
en el suelo arrugado de las palabras.
Kilómetros de papel he recorrido
para llegar a algún final
y sigo siempre
en el mismo punto de mi partida.
Aprendo cada día los sonidos
y las letras y aprendo
a leer de nuevo y a escribir.
Luego entiendo
que las palabras no nacen para la voz,
sino para los sentidos.
Y hago el ensayo
del sonido de los versos,
del olor de los adjetivos
y, siguiendo el tacto de las conjunciones,
me adentro en el sabor de los substantivos.
Y, cuando ya lo tengo todo
y nada parece imposible,
tropiezo en la sintaxis de las cosas que pasan
y en la morfología de los sentimientos
y en esa tozudez que tienen los versos
para no decir ellos
lo que yo dentro digo.
Y entonces caigo sin remedio
con las rodillas en el suelo
y puñados llenos de versos rotos
que no puedo salvar
ni sé volver a unir.
Y entonces me da por pensar
que mañana habrá más versos
y algunos tal vez pueden
nacer enteros.